samedi 30 avril 2011

Sueño de America


Soldaderas en faldas y armas; sombrero, y cartucheras cruzadas en el pecho. La mirada hasta un horizonte más claro para el pueblo. Caras femeninas de la revolución mexicana. Siluetas guerreras en los trenes de hace 100 años. Imágenes, como fantasmas en blanco y negro se aparecen por los sueños de América. Pero el presente no tenía la carga revolucionaria del pasado y los trenes no servían más que para las mercancías, recorriendo el país, lanzando sus gritos lúgubres, del sur al norte.

“Aquí empieza el reino de la Bestia! Y a ella le gusta comer brazos y piernas.” Unos 60 personas, hombres y mujeres, muchos jóvenes, unos más maduros, escuchaban boca abierta al que hablaba, el pollero que les abrirá las puertas del sueño americano. El Santo, pistolero con rostro de ángel, había recogido el dinero de su grupo. “Sale de la obscuridad rugiendo, con sus ojos brillando en la noche, su aliento caliente y feo. De repente se detiene por un tiempo corto y lleno de ruidos metálicos como si quisiera dar oportunidad de trepar en su lomo a los más débiles, ancianos, mujeres, niños. Pero muy seguido no se detiene, solo pasa arrastrándose despacio y los más fuertes pueden subirse a lo alto de su espinazo.” América siente un escalofrío en su espalda. Las soldaderas serán comidas por la Bestia en los sueños de la noche. Noche de tantas luces y tantos ruidos. Pero habría que dormir. Durante el viaje, tendrá pocas oportunidades de descanso. “Si se quedan dormidos se caerán a las vías y se podrán olvidar de una pierna, de sus sueños, o de la vida”, había agregado El Santo. Se alejó con su paso balanceando su cadera hasta uno de los puestos montados por los habitantes de Tenosique. América se acercó y pidió una coca. El campamento tenía el aspecto surrealista de las kermeses. No faltaba más que el tren fantasma.

A los 27 años, Pedro había perdido una pierna y todas sus ilusiones cabalgando a la bestia. Era mexicano. Había pasado unos años del otro lado “en Gringolandia, el gabacho, como dicen. ¿Verdad?” “Si, así le dicen a los Estados Unidos en mi país.” dijo la hondureña. “Sabes, no lo quiero alcanzar pa’ ser rica. Mi familia es mi único tesoro. Solo quiero dejar de ser pobre. Con Zelaya se había levantado una esperanza… pero nos la quitaron y ahora no creo que tenga justicia mi tierra. Por eso quiero irme hasta allá. Para ayudar a mis papás con lo que gane.”

Unas horas después, en esta noche inquieta, el rugido de la Bestia atronó. Los comerciantes recogieron sus mercancías y desarmaron los tianguis. Los indocumentados, centenas de hombres con sus esperanzas al hombro y mujeres con niños llorando a la espalda, se dispusieron a ambos lados de las vías. América estaba con Pedro, esperando el momento exacto de abordar a la Bestia. El sol estaba para levantarse pero, desde el oscuro de la noche surgió el carguero. Lanzó su llamada. La locomotora empezó a cruzar entre los rieles. Las hileras de indocumentados se deshicieron. Había empezado la carrera. Muchos gritaban para darse ánimo. Una carrera que les sacara de la miseria o les separara para siempre del amigo, del hermano… América empezó a correr hasta la extenuación. Sus pies temblaban en el pedregullo de las vías. No veía más que el caparazón de hierro de la Bestia. Lagrimas cogieron de sus ojos. Estaba para caerse pero sintió la mano firme de Pedro. La agarró. Corrió para alcanzar su sueño y por fin cogió por los pelos a la Bestia. Se subió en su lomo y tuvo un instante de alivio total, abrió los ojos y luego vio a todos los que todavía no habían atrapado al tren. Vio dos cuerpos mutilados, miembros arrancados que las mandíbulas de hierro de la Bestia dislocaban en los rieles. No pudo impedirse gritar… Todos gritaban, mezclando el rugido de la Bestia y el júbilo, el miedo y el dolor.

El sol permanecía atrás de su cobija nublosa. El verde esmeralda de la selva de la Sierra Norte de Chiapas se perfilaba al horizonte. El viento era frío y América se puso la capucha de su suéter, se apelotonó contra Pedro. El Santo! Se había ganado el apodo porque hace unos años había salvado al bebé de una joven que estaba para caerse en las vías. América tenía curiosidad de la Bestia. “Los dueños de la Bestia son gringos, por la privatización de los Ferrocarriles Nacionales en 1999. Transporta aceites, carbón, celulosa, vehículos ensamblados, arroz, combustibles, etc.” El rostro de ángel de Pedro contrastaba con una voz ronca y la nueve milímetros en su cinto que recordaba a todos que era asesino. Uno de los cuatro que trabajaban con el famoso Balam negro. Aunque “Santo”, no tenía ninguna piedad al momento de rechazar a uno la subida a la Bestia. “¡Quien no paga no viaja! ¡Business es business!”, le había enseñado El Balam negro. El jefe de la pandilla era una leyenda. Tenía 35 años. Nació en el Yucatán pero creció en Guatemala. Su alma era oscura como su piel, decían las autoridades. Esbelto con pelo largo y bigote. Para él las fronteras no existían.
“No entiendo que son las fronteras. Los gringos nos chingaron la mitad del país y ahora nos impiden pisar nuestra tierra… ¡Que no chinguen! Todos tenemos derecho a andar por el mundo.” El Balam negro había convertido en un verdadero arte el sobornar los puestos de control y los retenes, la finta de radares, cámaras infrarrojas y hasta los Vant - ojos del tío Sam en el cielo mexicano. Y su talento se retribuía ¡hasta 5000 dólares! Su sonrisa era amarilla, como sus dientes de oro y sarro. Armado de su “cuerno de chivo”, de su pistola y de su machete, andaba con mucha soltura en la columna de hierro. Los indocumentados se habían acomodado en el techo o en los balcones que hay entre vagones. Los más afortunados tenían un lugar en un vagón para ganado. Luego los polleros se juntaron en el furgón central.

Poco después, cerca a Palenque la marcha del tren se hizo más lenta. Aullaba la Bestia, dando esfuerzos para avanzar en un paisaje desigual. Nueve hombres aprovecharon del paso moroso de la Bestia para trepar. Chava, joven cocinero nicaragüense les vio subir en su vagón. “Tranquilos. Nosotros también vamos pa’ el norte.” Pero tras descansar unos minutos sacaron sus armas, pistolas 9mm y machetes. Cuatro tenían Ak-47. Se encajaron sus pasamontañas y saltaron al siguiente cajón para asaltar a los ocupantes. Chava les seguía de lejos. Llegando al vagón de América llevaban ya tres muchachas y un buen botín. Registraron a los ocupantes del vagón y les quitaron dinero, relojes, celulares. Cuando vieron a América, con su tez pálida, vieron montañas verdes color Dólares. Uno de los asaltantes la tiró del cabello. “¡Ven acá!” América pensó en su amiga que, antes de pasar el río Suchiate, le había aconsejado tomar píldoras anticonceptivas “por si acaso…” Como América se quedaba con la cabeza agachada, el tipo le puso la mano en la nuca. “Si cooperas mi chula, no te va a pasar nada.” Pero otro tipo, más viejo, se puso a gritar apuntándoles a todos con su revólver. “¡Bájate el pantalón! ¡Córrele!” El viejo tenía ojos grandes y nariz aguileña y una cicatriz en el lado izquierda de la cara. El joven asaltante bajó su pantalón. América detuvo sus ojos en los del viejo. “Son los Zetas… ¿verdad?” El joven se paró y echó un vistazo al viejo. El viejo la encañonó y se acercó a ella. América escupió. “¡Que cobardes! Los más ratones de los ratones. Se levantan a pobres indocumentados pero nunca tendrán huevos pa’ levantar a un rico. Y… ¿en que viajamos? Somos mercancía que vale, por la poca lana que traemos. Pinches pendejos.” El viejo estaba por ejecutarla. De repente salió de la sombra Chava. “¡Amigo, no la mate! Vale mucho más viva que murta, la güera.” El viejo volteó su revólver, se encara con Chava. “¡Cuidado, jefe! Mejor venderla en prostíbulos para trata de mujeres en Juárez. Seguro que mucha gente de lana se la querrá coger.” El joven estaba abrochándose el pantalón. El viejo empezó a reír. De repente escucharon disparos. La balacera parecía fuerte. Los demás asaltantes habían llegado al vagón de los polleros. Habían recogido el dinero pero El Balam negro y sus pistoleros se negaron a entregar a las mujeres. El viejo mandó al joven más adelante y no les quitó los ojos de encima a América y Chava. Al pasar entre los indocumentados, el joven rajará de un machetazo a un anciano y lo lanzará del tren. Las detonaciones duraron unos 15 minutos. Cuando el joven regresó, dijo que había visto un cuerpo con pasamontañas caer a las vías. Luego el silencio. Unos minutos después llegó el grupo de encapuchados al vagón de América. Todos se fueron, aprovechando otro paso lento de la Bestia. América les vio alejarse en camionetas. Atrás, las ruinas de Palenque brillaban como perlas mayas en su joyero esmeralda. El rugido de la Bestia dejó sin voz a los alouattas.

Unos 50 km más adelante, en una zona llamada La Aceitera, la Bestia otra vez iba a su paso lento… hasta detenerse. Cinco camionetas estaban estacionadas al lado de las vías. Los pistoleros no esperaron más y abrieron el fuego en el furgón de la competencia. Balam, Pedro y sus compañeros se encontraban entre dos fuegos. Los indocumentados miraban hacia todas partes, trataban de esconderse en el vientre de la Bestia. Después de 20 minutos, las armas cesaron de escupir la muerte. El Santo y El Balam negro dejaron caer sus armas y bajaron del vagón con las manos arriba. América y Chava vieron cuando les ejecutaron, de un plomazo en la cabeza, sin más piedad que a un lobo que se come a una chiva.
Chava agarró a América por la manga del suéter. “Vámonos. No vamos a esperar que nos lleven.” Dejaron el vagón. Querían lograr los últimos cajones y tratar de llegar hasta el bosque cercano. Pero, apenas bajaron de la Bestia que se escuchan los gritos de los cuernos de chivo. Una bala abatió a Salvador. América se arrolló en el suelo. Mientras estaba reptando para ponerse a cubierto escuchó llegar a unos hombres. Patearon a Salvador, lo golpearon con fusiles. América se tumbó hasta cavarse un refugio. Los gritos de Salvador sustituyeron a los de la Bestia. América distinguió al viejito que le había apuntado con su pistola y al joven que le había encañonado con su pene. EL viejo tomó su cuchillo, arrancó los ojos y la lengua de Salvador, se los metió a la boca y le disparó a cada una de sus rodillas.
Lo dejó agonizar un buen antes de acabar con él. Los Zetas llevaron a unos cientos secuestrados en las camionetas, dentro de los cuales iban las muchachas que habían dejado al final de la primera balacera. El “Alfa” de los Zetas fue a dar una lana al maquinista. Lo había llamado por radio para que parara a la bestia. Luego huyeron. La Bestia gritó y, ella también reemprendió su marcha sangrante.

América andaba perdida, con su mochila en la espalda. Lo único que conocía tantito por ahí era la antigua ciudad maya. Entonces empezó a caminar en dirección de Palenque. Allá, pensaba encontrar a gente que la llevaran hasta una ciudad, y luego encontrar la manera de montar otra vez a la Bestia. La selva era densa y la protegía de los rayos del sol. Después de una hora caminando se paró para comer algo. Otra vez tuvo la impresión de escuchar el grito de la Bestia o los de Chava. Lloró. Mientras estaba sentada en el tronco de un árbol caído, escuchaba miles de ruidos. De repente tuvo miedo de encararse con algún jaguar u otro animal salvaje. Pero no, saliendo de las profundidades del bosque llegó un hombre chaparro, con lentes. Llevaba bigotes y machete pero en su cara América pudo leer toda la gama de sentimientos que hacen del ser humano un animal civilizado. Se llamaba Ricardo y la invitó a su casa. Le ofreció de comer algo caliente. América pudo disfrutar de la cama. También pudo bañarse en el arroyo que corría al lado del bohío de Ricardo. América se durmió y despertó el día siguiente. El sol estaba alto en el cielo. Ricardo y su hermano Enrique ponían impermeabilizante en el techo. La acogieron con sonrisas gigantes. En la tarde Ricardo la llevó hasta la nueva Palenque. En frente de la parada de los camiones interestatales, en un callejón de tierra América encontró una panadería y compró un bolillo. Luego se fue al final de la calle principal, a una plaza con su iglesia. Se sentó en un banco esperando a Ricardo. “Te voy a presentar a alguien.” Ricardo y su hermano formaban parte de una comunidad zapatista y conocían a unos activistas que podrían ayudarla. Regresó Ricardo con un cura. El padre Emiliano tenía unos sesenta años, bigote enorme y un sombrero de paja de trigo. Sus ojos brillantes parecían ver más allá de las apariencias. Se fueron a tomar un trago. El cura ofreció café a América. “Cuidado todos los que montan la Bestia no son emigrantes. Bueno, a lo mejor lo fueron algún día. Luego los Zetas les secuestraron y pasaron de ser víctimas a trabajar para los verdugos. Son muy peligrosos porque hablan como tú y te hacen confiarte. Por eso, si tienes familiar del otro lado, nunca, me escuchas, nunca lo digas a nadie. Porque una vez que esos soplones descubran quién tiene dinero avisan a sus compinches… En el vagón cinco, con sudadera verde y una gorra de Nike, viaja una hondureña con plata.” Los ojos de Emilio brillaban. América sonrío. Emiliano la llevó hasta un albergue. “Aquí puedes esperar a la Bestia. No faltan muchos días para que vuelva.” Un huracán impedía la llegada de las mercancías. Los barcos no podían acercarse de los puertos. Y todavía la Bestia dormía su sueño de hierro. Tuvo que esperar unos días, para que el viento amainara. “Muchos de los que vienen aquí se parecen, como tu están en buscada de la vida soñaba. Pero América, nunca olvida que los sueños son flores que crecen en ti, no de las tierras que pisas.”

En el albergue había muchos indocumentados. En la noche se juntaron, cocinando, charlando para olvidarse de la esperanza. En el pequeño salón convivía todo el subcontinente. América conoció a unos paisanos suyos. También platicó con Ernesto. Era su segundo intento para lograr llegar a Estados-Unidos. No era muy conversador. Los rasgos de su rostro permanecían marcados por una infinita tristeza. El pelo largo en su cara morena parecía lluvia en tierra oscura. Luego hubo rumores. Decían que volverá por fin la Bestia. Tercera noche de larga vigilia. Pero inesperadamente, aún lejos del amanecer, se despertaron los gallos. Muchos de los que habían dormido al pie de las vías estaban ya acercándose al albergue. Dos activistas trataban de impedir la entrada a los que llevaban armas, preguntaban por su procedencia. “¿Ha tenido sobresalto hasta aquí?” El rugido de la Bestia se acercaba. América piensa: «Todos los que montan la Bestia no son emigrantes.”

Encaramada al lomo de la Bestia, en su cola de hierro, América se encontraba con Ernesto. Tenía ganas de confiar, aunque se acordaba de los consejos del predicador de la teología de la liberación. Algo en el rostro de Ernesto se le hacía simpático. Quizás la tristeza que llevaba como mochila al hombro. Quizás sus ojos que todavía brillaban en su cara oscura. En el mismo tiempo, América tenía miedo que detrás de sus rasgos de ángel caído se encontraría una historia terrible que lo habría convertido en soplón. América había visto demasiada violencia y no quería ver más sangre. Se quedó entonces callada. Emiliano le había aconsejado bajarse de la Bestia poco antes de llegar por Medias Aguas. “Es uno de los puntos con más secuestros. Allá se juntan las vías de Chiapas y Oaxaca.” había dicho el padre. “Intenta mi niña tirarte de la Bestia cuando aminore su marcha, por Matías Romero por ejemplo. Si puedes, trata de convencer al maquinista de parar el tren, pero por el amor de Dios no sigas hasta Medias Aguas. ¡Mejor llegar tarde que nunca!” Desde lo alto de su trono, sillín de la Bestia de hierro, había contestado el maquinista: “¿Parar allá? ¿Para qué? Bueno, veremos…” Todos no trabajaban con los Zetas… Pero todos tenían que obedecer cuando les amenazaban los delincuentes con sus pistolas.

Después de horas sin perspectivas, la tierra de Chiapas y luego la de Veracruz, después de haber bordeado al azul del mar del golfo en Coatzacoalcos, la Bestia se adentró otra vez en las tierras. Cuando fuera a llegar a Matías Romero, América recogió sus cosas y se puso al flanco de la Bestia. Entonces vio a Ernesto vigilando a otros tipos entre vagón y vagón, girando un volante amarillo. De repente, se paró la Bestia gritando y echando chispas en los rieles. América estaba para bajarse cuando sintió una mano en su hombro. Ernesto le impedía la bajada. Quiso gritar pero Ernesto puso su dedo sobre los labios de América. “No tengas miedo. ¡Mira!” Vieron bajar cinco siluetas. “Son soplones. Van para cantarle todo a sus jefes.” Esperaron poquito y bajaron al momento que la Bestia se lanzaba otra vez hasta el norte. Se marcharon, Ernesto parecía saber lo que hacía. Quizás para dar confianza a América empezó a contar su historia. Poco que ver con lo que le había contado en el albergue. Si, era la segunda vez que montaba a la Bestia, pero no quería lograr el otro lado. A su esposa la secuestraron y asesinaron durante el viaje hasta el gabacho hacía unos meses. “Estaba embarazada y nos queríamos ir para tener otra vida, más digna. Se fue ella primera y yo, tenía que esperar su llamada desde allá antes de marcharme. Pero nunca me llamó. Desapareció en el norte, a unos pasos de la frontera. Después de unas semanas buscándola, después de haber desandado sus pasos me regresé a mi tierra. Allí, dos meses después la cancillería me mandó fotos. A través de estas reconocí el cadáver de María, mi novia. Le habían cortado las manos. No la habían enterrado en una fosa común. Estaba colocada en un montón de cadáveres, puros migrantes, en Tamaulipas. He vuelto a México para matar a sus asesinos.”

Caminaron y cada paso les llevaba hasta tierras más íntimas. Ernesto dio a América las palabras que definían a la tristeza de sus rasgos. Las últimas dudas que tenía América se habían disuelto en el camino y entonces no tardó en confiar. Un tipo en una camioneta 4x4 les dio un ride hasta un pueblucho después de Medias Aguas. Esperaron dos días más a la Bestia. América extrañaba el rugido del tren. Cuando lo oyeron, en una tarde nublosa, recogieron sus cosas y ganaron las vías. Una hora depuse llegó la Bestia con su paso ruidoso y tranquilo. Se subieron en su lomo otra vez. En cada vagón se veían siluetas, parecidas a las de esas aves que brindan sobre los rinocerontes. Con la luna salieron los indocumentados de sus refugios. América y Ernesto se cambiaron de vagón. Encontraron un furgón que les protegerá de las noches a la intemperie.

Entre los dos ríos, el Suchiate al sur y el Río Bravo al norte el tren cruza selvas, sierras, valles o desiertos. De día, de noche, siempre ruge la Bestia. Pasa por zonas que de bajo cero puede aumentar a los 50 grados a la sombra. Hasta el otro lado, los indocumentados tienen que recorrer cerca de cinco mil kilómetros. El recorrido puede entonces durar hasta un mes. México se convierte para ellos en una tragedia infinita porque la Bestia zigzaguea por todo el territorio sin frecuencia ni horarios fijos, pero siempre con sus rugidos lúgubres. La Bestia puede medir hasta 2km. Marcha por 70km/h en zonas inhabitadas. La que montaba América y Ernesto medía más de 1km y parecía seguir caprichos tiranos. Llevaba cuatro locomotoras, cerca de 120 vagones y no dejaba de rugir. La Bestia transportaba unos mil indocumentados. Solo cuatro de cada cien lograra el otro lado.

América y Ernesto bajaron varias veces de la Bestia. América sufría ataques nerviosos y querían conseguirle medicinas. Luego fue Ernesto que se sentía mal. Pero siempre, después de unos días lejos del lomo de metal, montaban otra Bestia. Durmieron bajo puentes, al pie de las vías. Mendigaron su comida. Tenían poca lana, menos información y la policía o los Zetas como fantasmas pegados a sus espaldas. Y el rugido de la bestia formaba ya parte de sus vidas, resonando en ellos. América tenía los pies llagados por las caminatas. Los días y las noches se enlazaban para llevarla de Veracruz a Puebla y luego de Puebla hasta Tultitlan al norte del Defectuoso. El frío sustituía el calor y las lluvias se arrojaban a los indocumentados como los rayos abrasadores del sol. El hierro del caparazón de la Bestia no quemaba más pero estaba ahora resbaladizo y cada paso en el lomo del tren podía ser el último. Varios hombres, que se durmieron, cayeron a las vías. América durante unos días padeció de hambre. Andaba agotada, deshidratada. Afortunadamente, en los pueblos los más humildes del país unas mujeres, paradas a lo largo de las vías, ofrecían comida, agua, a los indocumentados. Se levantaban antes del sol para cocinar. Luego, mientras pasaban las horas, esperaban la llegada de la Bestia para nutrir a más pobres que ellas. Quizás el rugido de la Bestia de hierro les recordaba a un hermano, un esposo o un hijo que se había ido hacía más de 10 años. Un desaparecido que no veían más que en las fotos que llevaban colgadas en sus corazones. Pensando en sus queridos bajados por la Bestia en los plantíos de tabaco en Carolina, en los ranchos de Texas, en el Sasabe o mojado por las aguas del río Grande, estas mujeres sazonaban su vida.

Ernesto recorría la Bestia, apuntando centenas de historias en un cuaderno escolar. Historia de un niño de 13 años que le confesó haber matado a un hombre y que huía de vagón en furgón. La de otro joven que fue violado y que para olvidar a sus verdugos y sus miedos buscaba por las rutas de la Bestia el amor de una mujer. La de este tipo que se encargaba de proteger a los indocumentados de los que no lo son pero que se visten como ellos para robarles hasta el aliento. Cada noche, a la luz de la luna Ernesto leía a América otra de las historias que llenaban su libreta. Unos días después de llegar al Defectuoso, Ernesto se topó con el destino, encarnado por un joven de apenas 20 años. Se llamaba Alejandro y era primo de uno de los tíos de su difunta mujer. Cuando se reconocieron se pusieron a llorar como niños. Después de la alegría vinieron las preguntas, las dudas. Ernesto quiso saber porque no había llamado, ni mandado noticias. Quiso saber si había sabido algo de María. Que hacía otra vez en la Bestia. ¿Porque? ¿Cómo?

Le contó todo. Después de unas semanas en el lomo de la Bestia, Alejandro y María habían llegado a Tamaulipas, cerca de Nuevo Laredo. Creyeron haber logrado el final del viaje, pero fueron levantados. Tamaulipas se podría considerar como el despacho central de los Zetas en cuestiones a los indocumentados. “Nos llevaron primero a un hotel y luego, juntos con casi cien indocumentados, en una casa de seguridad en San Fernando. Mientras nos transferían vimos una patrulla. Voltearon, vieron como nos tenían apuntados con pistolas pero siguieron de frente. ¡No pasa nada! En la casa nos amarraron de pies y brazos, amordazados con los ojos tapados. No nos llevaban más que un pedacito de pan duro de vez en cuando. No teníamos de otra que cagar así en la ropa, acostados en el suelo. Todo el tiempo nos insultaron. Después de una eternidad, nos pidieron el número de familiares en Estados Unidos. Ejecutaron a los que no tenían quien les ayudara. A las mujeres las violaron diariamente hasta dejarlas como harapos… entonces les disparaban en la cabeza. Vio no sé cuántos compañeros morir. María se negó a dar el número de sus familiares. Fue muy valiente, de veras, muy valiente.
La mataron después de cinco días de tortura. Le habían cortado las manos, porque había arañado al tercero que la quiso violar. El estrés la llevó a un aborto espontáneo. Le dieron patadas al bebe hasta matarlo en frente de María. A Ella, la dejaron morirse poco a poco, porque no le quitaron la placenta. Se ha desangrado por un tiempo aterrador, triste. Unas horas después nos fuimos de San Fernando porque el ejército estaba para llegar. Entonces El Coyote la remató. Dejaron más de setenta cuerpos detrás de ellos. A los sobrevivientes, nos llevaron en una casa, y luego otra en Matamoros.” Los ojos de Alejandro se llenaban con lágrimas aunque en los de Ernesto prendieron las llamas del odio.

A Alejandro no lo mataron porque su hermano mayor mandó el dinero, casi 2000 dólares. Pero cuando fue libre y acudió con agentes del Instituto Nacional de Migración a denunciar los hechos, empezó lo peor. Los agentes migratorios le vendieron de nueva cuenta a los Zetas. “Les pagaron en efectivo a los agentes, les vi cómo te veo, en la misma casa donde se encontraban decenas de secuestrados. Esa casa se ubicaba justo detrás de la oficina del INM. Los agentes migratorios trabajan con el jefe de los Zetas y le dejan entrar a la Estación y llevarse migrantes. También cuando los Zetas tienen balines y los del INM tienen migrantes solventes, con familiares en el gabacho, se los intercambian.” Después de unas semanas más de cautivo, de torturas físicas y psicológicas le propusieron trabajar con ellos. “Yo no podía más. Quería que pararan. Cada célula de la organización, la llaman estaca, además del Alpha y de los soldados, cuentan con un carnicero encargado de destazar los cuerpos. El de mi grupo se llama Gustavo Díaz. Le vi asesinar, luego descuartizar y por fin quemar en un tambo a más de cien víctimas. También, me dijo un día que era especialista en “lechada”. Había aprendido ese procedimiento en Ciudad Juárez durante el colmo del feminicidio. No te puedes imaginar. Se trata de sumergir los cuerpos, muertos o no, en un líquido compuesto de cal viva y ácidos. En poco tiempo destruye la materia orgánica sin dejar huellas. Me amenazó tantas veces de darme el último baño corrosivo… Oh, Dios mío, no puedes imaginar. Entonces me convertí en soplón. Desde casi un año recorro las rutas de los indocumentados, durmiendo en los albergues con ellos, ganando sus confianzas para traicionarlos. Por cada uno que levantaron gracias a mis informaciones revivo la muerte de María, te lo juro. Es horrible.”

Para revelar todo esa verdad escondida en el labirinto de su memoria, Alejandro había necesitado casi cinco días. Había otros espías de los Zetas y Alejandro no les conocía a todos. Para mayor seguridad tuvieron que juntarse con Ernesto en las noches, escondiéndose. Ernesto parecía alejarse de América y le daba mucha pena a ella. La Bestia rugió pasando por Querétaro, San Luis Potosí y luego Nuevo León. No faltaba más que un par de días para que llegaran a Matamoros. Pero poco antes del punto de partida entre las vías que van a Nuevo Laredo y las que se dirigen a Matamoros, la Bestia sufrió un asalto. Durante varias horas los polleros independientes se enfrentaron con Zetas. Los indocumentados se escondieron, temiendo otra vez por su vida. Los asaltantes formaban un grupo de quince pistoleros encabezado por El Coyote. Aunque muy valientes los polleros no tenían la fuerza de fuego de sus impugnadores. Los Zetas subieron y recogieron el convoy, empezando a amontonar su botín y los indocumentados señalados por los soplones. Ernesto supo desde la primera vista quien era El Coyote. Era alto y llevaba siempre lentes infrarrojos, un puro y una AK47 plateada. Una cicatriz marcaba el lado derecho de su cara. Tenía el pelo corto y ojos tan oscuros como la noche. Había dejado una ojera perdiendo su independencia. El pollero cruel se había vuelto pistolero dócil de los Zetas. Alejandro le había descrito al asesino de María tantas veces que Ernesto lo hubiera podido reconocer dentro de miles de otros rostros. Ernesto tenía puñal y ganas de usarlo, de clavarlo en el corazón del matador. Alejandro acompañaba al Coyote y el guarda-espalda, recogiendo celulares, relojes, la lana de los infortunados soñadores del American way of life.

América permanecía escondida en las entrañas de la Bestia. Apenas respiraba. El Coyote prendió sus lentes y América tuvo que salir de su refugio oscuro. El calor de su cuerpo, la vida traicionó a América. El Coyote no pudo disimular una sonrisa solapada viendo a América y su tez pálida. Mientras estaba agarrándola por el cuello, salió a descubierto Ernesto. Se lanzó, con la navaja delante pero no logró apuñalarlo; El Coyote había parado el ataque con la culata de su cuerno de chivo. La mirada brutal del Coyote apuntó a Ernesto, y luego a América. Ernesto. América. El Coyote levantó la boca de su AK47 y la metió en la de América.
De brutal la sonrisa del Coyote se volvió feroz. De repente Alejandro se lanzó sobre el guarda-espalda de su jefe. Logró desarmarlo y disparar. Apuntó al Coyote pero este ya lo tenía en su línea de mira. Una ráfaga y Alejandro cayó muerto en r
edondo. Pero El Coyote no pudo oír a Ernesto ponerse de pie en su lado derecho. Agarró el cuerno de chivo y la voltio hacia el cuello del asesino de María. Disparó. La cabeza del Zeta explotó, su cerebro se astilló. El cuerpo del Coyote cayó con violencia, sus ojos fijos interrogando a la eternidad.

América y Ernesto habían pasado unas horas sentados, mano a mano, con la mirada hacia la línea, frontera que divide el mundo entre dos lados. El sol estaba para ponerse y encendía el horizonte. Se besaron. No sabían decir de cual lado se encontraban el futuro y el pasado. Más allá, la Bestia rugió…



¡Break on through to the other side!

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